viernes, 7 de julio de 2017

LA MUERTE, COMO LIBERACIÓN DEL ESPÍRITU, EN ALGUNOS POEMAS DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

En el modernismo se da una solución al problema de qué es lo que sucede con la persona una vez muere; el modernista sabe qué pasa con la muerte, ya que es el estado de plena felicidad o el nirvana; el alma abandona el frágil cuerpo, sueña con lo santo y lo infinito consiguiendo así la vida una continuidad en la muerte. Dentro de las formas de expresión del modernismo se encuentra la presencia de la muerte fuera del peso católico; se apartan de ese espíritu del poeta del siglo XIX en el cual la muerte no es un momento donde se enjuicia, sino un viaje.  

El poeta José Asunción Silva (1865-1896): “suele considerarse como un precursor del modernismo hispanoamericano.” (Camacho, 1978, p.58). Dentro de algunos de sus poemas se encuentra la presencia de la muerte como liberación del alma de quien muere y la tristeza de quien pierde a ese ser amado; en este concepto de muerte se halla la relación con el modernismo, en el cual, la muerte no está regida por el peso del juicio, sino que se convierte en el descanso eterno; es un estado placentero. La vida se transforma en un peso del que hay que huir; es una época en la que quien no pertenece a la burguesía, se siente rechazado por una sociedad moderna: “Silva rechazaba el presente, y la condena que hace de la “realidad”, son generalizaciones del conflicto con su circunstancia inmediata, en ese ambiente confuso y convulsionado, mezcla de arcaísmo y modernidad, del fin de siglo.” (Camacho, 1978, p. 197). Ante esa sociedad cerrada y hermética, el poeta busca otro sentido en un más allá:

Silva no era un reaccionario, como muchos lo piensan; su actitud era antiburguesa. Por ello, perdió su posición social y económica. Por otro lado, era la doble moral de nuestra sociedad sagrada y asexuada públicamente. En algunos de sus poemas, el poeta se pregunta por el destino del hombre después de la tierra, duda de la fe y pregunta más a la naturaleza que a la divinidad, afirma que el hombre es el que transforma la naturaleza y no la divinidad. (Ayala, 1984, p. 118)

Existe en la poesía de Silva una rebeldía frente al cristianismo porque no se aceptan sus dogmas; ya no es un dios quien define el destino del hombre después de la muerte, sino que la muerte se convierte en otro estado de la vida misma, el estado de la libertad absoluta; hay placer en la muerte que está estrechamente relacionado con la naturaleza: “El mundo de Silva es el de los muertos, la luna y las ‹‹húmedas neblinas.›› Ese mundo en que ‹‹el alma abandona el frágil cuerpo y sueña con los santos y lo infinito››.” (Cobo, 1992, p. 125). Los poemas tienen un carácter religioso al hablar sobre el alma, pero no se encuentra dentro de la religión tradicional, sino se buscan nuevas soluciones al problema de lo que sucede después de la muerte, incluso desde la metafísica; en la última sección llamada “Cenizas”, de El libro de versos, escrito por Silva, se encuentran ocho poemas que tienen como temática central la muerte: “Lázaro”, “Luz de luna”, “Muertos”, “Triste”, “Psicopatía”, “Don Juan de Covadonga”, “Día de difuntos” y “Las voces silenciosas”. “Y, por último, “Cenizas”, en donde se concentran los poemas más pesimistas, cuyo tema es, en casi todos, la degradación de la vida o la muerte.” (Cobo, 1992, p.132). Dentro de los cuales se encuentra ese choque entre la realidad y lo que se desea logrando la liberación en otro plano distinto a la vida. En el poema “Lázaro” se describe lo que ocurre después de que el Salvador resucita a este personaje bíblico:

Ven, Lázaro! gritóle
El Salvador, y del sepulcro negro
El cadáver alzóse entre el sudario,
Ensayó caminar, a pasos trémulos,
Olió, palpó, miró, sintió, dio un grito
Y lloró de contento.

Cuatro lunas más tarde, entre las sombras
Del crepúsculo oscuro en el silencio
Del lugar y la hora, entre las tumbas
De antiguo cementerio
Lázaro estaba sollozando a solas
Y envidiando a los muertos.

En esta primera parte del poema, Lázaro es resucitado de su muerte; él busca todos los placeres a través de los sentidos, pero con el trascurrir del tiempo se desencanta de la vida porque ya ha hecho todo lo que le permite su cuerpo y desea la muerte como fin a su desdicha, envidia a los muertos y su descanso frente a lo banal del mundo. Hay una burla directa hacia la religión católica frente a la resurrección, ya que con qué fin se despierta a quien está muerto para traerlo de nuevo a un mundo que tarde o temprano lo va a hartar. Pero ¿qué puede hacer Lázaro para remediar su suerte? En el poema “Luz de luna” se empiezan a dar luces frente a una posible solución para una vida desdichada, ya sea por insatisfacción de la misma o por el dolor que se siente frente a la pérdida de quien se ama; la amada pierde a su amado al morir este y se describe la muerte como “El último sueño de que nadie vuelve / El último sueño de paz y de calma” es decir, quien muere contrario con lo que ocurre con Lázaro, no puede resucitar o volver del estado en el que se encuentra, un estado en el que no hay sufrimiento porque se está en paz y calma, pero ¿qué sucede con quien está vivo y pierde a su amado? El poema propone que quien ama debe volver al alma de su querido, ¿de qué forma? Si el muerto no puede regresar, el vivo es quien tiene que ir a ese lugar y solo lo puede lograr a través de la muerte, es decir, del suicidio como liberación, así el amor permanece constante más allá de la muerte; en el caso de Lázaro, por medio de volver a morir encontraría la solución a su desencanto de la vida:

El dramático choque entre el yo y el mundo. Entre lo subjetivo y la realidad que lo circunda. ¿Cuál era el resultado? Casi siempre una evasión hacia la soledad, hacia el más allá, dejando atrás “la vida normal”. O una confrontación terrible que conduce a la desesperación, la angustia, y de allí al suicidio, acentuando su pathos sentimental. No la razón y las ideas. Sí el corazón. (Cobo, 1992, p.127)


La desesperación, producto también de la añoranza del pasado, se da en el poema “Muertos” en el cual se sufre por lo que se ha ido, por el pasado, por la ausencia de quien ya no está: “Y un color opaco y triste / Como el recuerdo borroso / De lo que fue y ya no existe.” Producto de la soledad que se siente ante la pérdida de quien en otro tiempo “endulzó horas futuras.” Ese dolor constante, provocado por la ausencia de quien se ama, se reitera en “Triste”: “Saca recuerdos perdidos / De angustias y desengaños / Que tienen ocultos nidos / En las ruinas de los años.” La vida se convierte en un cúmulo de añoranzas, en una desear constante hasta que “alguna lejana, idea consoladora” asoma en la mente: “En su lenguaje difuso / Entabla con nuestros duelos / El gran diálogo confuso / De las tumbas y los cielos.” La solución a las penas que se tienen en la vida se encuentra en las tumbas y en los cielos, es decir, en la muerte, aunque todos sabemos que llegará tarde o temprano, en los casos de tormento grave, solo se logra con el suicidio; el poema “Psicopatía” muestra, cómo el razonar de un filósofo sobre la vida, la muerte y las causas finales, solo produce dolor; estos pensamientos llevan a la persona a sufrir una enfermedad del alma; esta quiere liberarse de ese cuerpo pálido, descuidado, soñoliento, triste, serio y que viste de luto; en algunos casos esta enfermedad llamada pensar se cura con ejercicios o un tiempo de reposo, pero en casos graves solo con la muerte como en el caso de algunos filósofos que bebieron cicuta o fueron quemados en la hoguera:

Pero el joven aquél es caso grave,
Como conozco pocos,
Más que cuantos nacieron piensa y sabe,
Irá a pasar diez años con los locos,
Y no se curará sino hasta el día
En que duerma a sus anchas
En una angosta sepultura fría,
Lejos del mundo y de la vida loca,
Entre un negro ataúd de cuatro planchas,
Con un montón de tierra entre la boca!

La muerte, como liberación del alma, llega así a un estado de plena felicidad o Nirvana en el que no se desea nada; ya no hay una pérdida del sentido de la vida producida, entre otras razones, por los excesos como sucede en “Don Juan de Covadonga”, en el cual Don Juan, después de haber amado, odiado y logrado todo, siente un sinsentido de la vida al haber hecho todo lo que deseó en exceso; busca consuelos superiores en un dios, pero al consultar a su hermano se da cuenta que este, a pesar de estar en un monasterio rezando todo el día, también siente angustias indecibles y sueña con descansar un poco; Don Juan de Covadonga ansía la quietud de los muertos.

En el poema “Día de difuntos” hay una crítica ante el olvido de las personas que se han amado y mueren, similar al que se hizo en el poema “Luz de luna”; aquí se habla sobre las campanas plañideras que le hablan a los vivos de los muertos, el recuerdo constante de la muerte, el no poder olvidar lo que se ha perdido a pesar de que los placeres de la vida y el paso del tiempo inviten al olvido; se vuelve en la vida todo jocoserio e irónico, hay una ambivalencia entre la muerte y la vida, cada una con sus características. Con el poema “Las voces silenciosas” se cierra el capítulo de poemas “Cenizas”, allí se le habla a las voces silenciosas de los muertos rogándoles que en la hora final de ese yo lírico no le permitan regresar al pasado oscuro, sino llegar al nirvana, hacia arriba, a esa playa donde el alma arriba.

En conclusión, en los poemas de “Cenizas” se plantea la muerte como liberación del alma, es decir, la liberación de un cuerpo que necesita todo el tiempo distintas formas de placeres para poder satisfacerse y, sin embargo, nunca lo logra porque siempre va a estar anhelando algo que ha perdido en el pasado; el único lugar donde el alma puede descansar es en el Nirvana, en el más allá, que en casos desesperados se logra adelantando la muerte a través del suicidio.

  
BIBLIOGRAFÍA

Ayala, F. (1984). Manual de literatura colombiana. Cali: Editorial Prensa Moderna.

Camacho, E. (1978). Sobre literatura colombiana e hispanoamericana. Bogotá: Editorial Andes.

Cobo, J. (1992). El poeta José Asunción Silva en Gran enciclopedia de Colombia – Literatura. Bogotá: Instituto Caro y Cuervo.

Quintero, R. (1996). Centenario Silva 1896 / 1996. Bogotá: Banco de la República.


No hay comentarios:

Publicar un comentario